A 20 años de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo
(Cumbre de la Tierra o Eco´92) se realizará una nueva conferencia global, en
junio 2012, en Río de Janeiro, Brasil. Río+20, como se le llama, ocurrirá en
medio de las mayores crisis globales del siglo: devastación ambiental y erosión
de la biodiversidad, crisis climática, crisis económica y financiera, crisis
alimentaria, crisis de salud.
Aunque Río+20 debería revisar los compromisos asumidos, el estado de los problemas
y estrategias reales para resolverlos, los temas en la agenda son economía
verde y nuevas formas de gobernanza ambiental global. Si el término “desarrollo
sustentable”, era ambiguo y se prestó a abundante manipulación, la sustitución
por “economía verde” señala un enfoque aún más estrecho, que privilegia a
quienes dominan los mercados.
Lejos de una reunión anodina de Naciones Unidas, Río+20 se anuncia como un escenario
de disputa, porque podría ser clave para un reordenamiento discursivo y
geopolítico global, consolidando nuevos mercados financieros con la naturaleza
y más control oligopólico de los recursos naturales, legitimando nuevas
tecnologías de alto riesgo y creando las bases de una nueva estructura de
gobernanza ambiental global que facilite el avance de una “economía verde” en
clave empresarial.
¿A qué se refiere la economía verde?
Para muchas personas y organizaciones, “economía verde” puede tener um significado
positivo, asociado a producción agrícola orgánica, energias renovables,
tecnologías limpias. En los movimientos existe una diversidad de propuestas de
economías alternativas, socialmente justas, culturalmente apropiadas y
ecológicamente sustentables. Sin embargo, la noción de “economía verde” que se
está manejando desde los gobiernos va por un camino opuesto. Se trata
básicamente de renovar el capitalismo frente a lãs crisis, aumentando las bases
de explotación y privatización de la naturaleza.
Ya en la Eco´92 las trasnacionales empleaban maquillaje verde. Intentaban hacer
una cortina de humo sobre su responsabilidad en la devastación ambiental,
apoyando proyectos de conservación o “educación” ambiental, sellos verdes, etc.
Pero sobre todo, afirmando que no había necesidad de cambiar el modelo de
producción y consumo, ya que con tecnología para mayor eficiencia energética y
otras, se podía llegar a soluciones de "ganar-ganar", donde las
empresas seguirían lucrando mientras mejoraban el ambiente con negocios
“verdes”.
El planteo de la nueva economía verde sigue este camino, pero es más preocupante,
tanto por la expansión de la mercantilización de la naturaleza y los
ecosistemas –y el impacto en los pueblos que dependen de ellos–, como porque
las nuevas tecnologías a las que se refieren ahora, explícitamente o no, –como
nanotecnología, transgénicos, biologia sintética, geoingeniería– implican
enormes riesgos.
Oficialmente verde
El concepto “economía verde” es ambiguo y no hay consenso tampoco entre los gobiernos.
Un antecedente recurrente en las discusiones oficiales hacia Río+20 es la Iniciativa
sobre Economía Verde del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente
(PNUMA). Allí se enmarca el “Nuevo acuerdo verde global”, planteado por ese
organismo en 2008, del que se hicieron eco Obama y otros mandatarios, como una
respuesta de “ganar-ganar” a las crisis. Plantea enfrentar la crisis financiera
y climática redirigiendo lãs inversiones al “capital natural”, dando estímulos
fiscales a empresas para energías “limpias” (como agrocombustibles), ampliar
los mercados de carbono. Brasil, que ya tenía amplias inversiones en esos
sectores y muchos recursos naturales para meter a los mercados, propuso que la
economía verde fuera tema central de la conferencia Río+20, lo cual fue
posteriormente aprobado por Naciones Unidas.
Dentro de la Iniciativa sobre Economía Verde, el PNUMA publicó en 2009 el informe
del proyecto TEEB (*La economía de los ecosistemas y la biodiversidad*, por sus
siglas en inglés) y en 2011, el extenso reporte “Hacia una economía verde”,
dividido en tres secciones: inversiones en capital natural (agricultura, agua,
bosques, pesca); inversión en eficiencia energética y uso de recursos (energías
renovables, industria manufacturera, basura, construcción, transporte, turismo,
ciudades) y transición a la economía verde (financiamiento y condiciones
políticas favorables).
Significativamente, tanto el informe sobre economía verde como el TEEB, son coordinados
por Pavan Sukhdev, un alto ejecutivo de la banca trasnacional. Reflejan su
lógica de poner precio –aunque lo llamen valor– a toda la naturaleza y sus
funciones. Sukhdev es ejecutivo del Deutsche Bank y trabajó anteriormente el
tema de la valuación económica de la biodiversidad para el Foro Económico de
Davos.
El proyecto TEEB surgió en 2007 a partir de una reunión del G8+5. Los cinco gobiernos
“agregados” a las potencias globales, eran Brasil, China, India, México y
Sudáfrica –todos gobiernos de países megadiversos interesados en comerciar con
la biodiversidad de sus países. Con la crisis financiera, La mercantilización
de la naturaleza que entraña TEEB, destaca como tabla de salvación frente al
naufragio de los mercados especulativos. Sukhdev llama a la biodiversidad un
nuevo "mercado multibillonario".
Estos y otros planteos similares sobre economía verde se apoyan en três grandes
pilares: a) una mayor mercantilización y privatización de La naturaleza y los
ecosistemas, integrando sus funciones como “servicios” a los mercados
financieros, b) la promoción de nuevas tecnologías y la vasta expansión del uso
de biomasa y c) un marco de políticas que permitan y premien todo eso, es decir
lo que los gobiernos y las sociedades deberíamos hacer para que las empresas
puedan hacer ganancias con los dos anteriores.
Privatizando el aire
Un componente temprano del paquete propuesto por la economía verde es El pago
por servicios ambientales (PSA) o servicios ecosistémicos. Incluyen El pago por
servicios ambientales forestales, hidrológicos, paisajísticos y de bioprospección
(biopiratería). Conllevan la redefinición de las funciones de la naturaleza y
la biodiversidad como “servicios”, para poder mercantilizarlos.[1] Los PSA han
significado muchos conflictos entre grupos indígenas, campesinos, dentro y
entre comunidades, ya que promueven La competencia por quien llegue primero a
comerciar bienes compartidos. Los esquemas de PSA requirieron inventar “dueños”
(lugar que ocuparon ONG o grupos dentro de las comunidades) de las funciones
ecosistémicas, de los conocimientos sobre biodiversidad, de los cuidados
tradicionales del agua, cuencas y bosques, porque siempre han sido bienes
comunes y colectivos que no se podían mercantilizar.
En muchos casos, los PSA comenzaron con préstamos del Banco Mundial –deuda pública
a pagar por todos– con el objetivo expreso de crear mercados de servicios
ambientales. A éstos siguieron mercados secundarios de servicios ambientales,
altamente especulativos. Los PSA significaron que una transnacional –que quizá
nunca estuvo en el lugar– pueda terminar decidiendo sobre el territorio, el
agua o la biodiversidad de comunidades indígenas y campesinas de países del
Sur.
Basados en esas experiencias, surgen los programas REDD (Reducción de Emisiones
por Deforestación y Degradación evitada), cuya aprobación en El Convenio de
Cambio Climático en diciembre 2010, abrió de un plumazo todos los bosques del
planeta a los mercados financieros especulativos.
La hipótesis de REDD es que para parar la deforestación –factor grave de crisis
climática– hay que compensar económicamente a los que deforestan. No evitar la
deforestación, sino pagar a los que lo hacen. Por eso se llama deforestación
"evitada": primero hay que deforestar, para luego vender El dejar de
hacerlo. Otro típico escenario de "ganar-ganar". Quienes más se benefician
de estos programas, son los que más bosque y selva hayan destruido. Y que
podrán seguir haciéndolo, ya que REDD acepta que dejando un 10 por ciento del
área que piensan deforestar, puedan recibir créditos de carbono o pagos por
"deforestación evitada".
Al programa original se agregaron compensaciones por "acrecentar los inventarios
de carbono" y por "conservación" y "manejo sustentable Del bosque".
En el primer caso, se trata de luego de deforestar, plantar monocultivos de
árboles, otra fuente de lucro adicional, con fuertes impactos ambientales y
sobre las comunidades. Pero lo más perverso de este mecanismo, es lo que llaman
"conservación y manejo sustentable", porque apunta directamente a
despojar a las comunidades indígenas y forestales de sus derechos y
territorios, ofreciéndoles pago por el aire de sus bosques.
Como REDD "se paga", lo que se haga con el bosque y su capacidad de absorción
de dióxido de carbono debe ser "verificable", es decir, definido por
agentes externos a las comunidades, que deben pagar caro a
"expertos", para que les digan qué pueden hacer o no en sus propios
bosques y territorios. Las empresas altamente contaminantes y grandes emisores
de gases de efecto invernadero compran la capacidad de absorción de carbono de los
bosques, para seguir contaminando exactamente igual que antes, pero ahora con
la justificación (no probada científicamente, pero muy lucrativa) de que en
alguna parte del mundo habrá un bosque que absorberá sus emisiones. A su vez,
los bonos de carbono obtenidos entran en un mercado secundario donde la misma
empresa puede revenderlos a otros por un precio mayor, recuperar toda su
inversión y además ganar dinero extra. El mayor volumen monetario de los
mercados de carbono es en especulación secundaria, es decir la venta y re-venta
de, literalmente, puro aire.
En general, todos los esquemas de comercio de carbono se dirigen a mercados especulativos,
que es un mercado mucho mayor que los mercados primarios. Ahora está también en
juego, en el Convenio de Cambio Climático, La inclusión de los suelos y la
agricultura –que es base de la alimentación mundial– como un gran sumidero de
carbono a meter en la especulación financiera.
Algunas organizaciones creen que estos programas son un reconocimiento a los
aportes de comunidades indígenas y campesinas por cuidar el ambiente y frenar el
cambio climático, y que por eso está bien que existan. La experiencia demuestra
que los impactos sobre las comunidades de estos esquemas de mercantilización de
la naturaleza y sus funciones, han sido mucho peores que cualquier pago que
reciban algunos. Pero lo más grave, es la aceptación de que los ecosistemas, la
naturaleza, la biodiversidad, los saberes, se transformen en mercancías al
mejor postor, dejando a La arbitrariedad y afán de lucro de las empresas que
decida si se reconoce um aporte esencial para la existencia de todos.
En lugar de un reconocimiento social auténtico del papel fundamental, histórico
y presente, de las comunidades indígenas, campesinas y locales en el cuidado de
la biodiversidad y la producción de alimentos diversos y sanos para la
humanidad, que debería traducirse en el apoyo al ejercicio efectivo de sus
derechos integrales –incluyendo derecho a la tierra y territorio, a las
culturas y formas diversas de economía y política–, la economía verde privatiza
y mercantiliza la naturaleza, sustituyendo los
derechos por transacciones comerciales, y lo que deberían ser políticas públicas,
por una competencia de mercado.
Tsunami tecnológico ¿verde?
El otro pilar fundamental de la economía verde se basa en el uso de nuevas tecnologías.
La propuesta tecnológica es particularmente importante frente a las crisis,
porque revitaliza la industria productiva con fuentes de ganancias
extraordinarias y afirma la ilusión de que no es necesario revisar las causas
de las crisis: todo se puede resolver con más tecnología.
Las patentes sobre tecnologías –también las necesarias para energias renovables,
como eólica y solar– están en su casi totalidad en manos de grandes empresas,
que defienden ferozmente sus monopolios y no están dispuestas a discutir la
derogación de éstas, en ninguna economía, verde o de otro color. Menos aún si
se trata justamente de aumentar sus mercados.
De todas formas, ni siquiera estas energías consideradas amigables con el ambiente
son apropiadas en todas partes y mucho menos cuando se aplican como
megaproyectos de trasnacionales, abusando de territorios indígenas. Además,
implican a menudo el uso de materiales basados en nanotecnología, una industria
ampliamente difundida, que pese a cientos de estudios que muestran toxicidad de
nanopartículas y nanocompuestos en salud y ambiente, no están reguladas en
ninguna parte del mundo, ni se conoce el verdadero costo energético en el ciclo
de vida completo de los productos nanotecnológicos, ni la basura tóxica que
generan, entre otros factores.
Otra nueva tecnología subyacente a propuestas de la economía verde es la biotecnología,
que implica desde más cultivos transgénicos para agrocombustibles y
“resistentes al clima”, hasta biología sintética, es decir la construcción en
laboratorio de genes, pasos metábolicos o microbios sintéticos enteros, para
producir nuevas sustancias industriales. Los usos más inmediatos refieren al
procesamiento de celulosa, que antes no era viable por demasiado ineficiente y
costosa. Con microbios producto de la biología sintética, es posible procesar
cualquier fuente de carbohidratos –como celulosa– para hacer polímeros que se
pueden convertir en combustibles, farmacéuticos, plásticos u otras sustancias
industriales. De pronto, toda la naturaleza, todo lo que esté vivo o lo haya
estado, es visto como “biomasa”, la nueva materia prima universal para procesar
con biología sintética. La disputa industrial por acaparar cualquier fuente de biomasa
natural o cultivada está en marcha y es una de las mayores amenazas nuevas a la
naturaleza y los pueblos.[2]
También propuestas tecnológicas como la geoingeniería, es decir La manipulación
deliberada del clima del planeta, convergen en la economia verde con algunas de
sus tecnologías, como el uso masivo de biomasa para quemar y fertilizar el
suelo como sumidero de carbono (*biochar*), las grandes plantaciones de
monocultivos o la fertilización de los mares para absorber carbono.
Frente a los riesgos de estas nuevas tecnologías, el grupo ETC plantea establecer
un mecanismo multilateral de evaluación previa ambiental, social, económica y
cultural de las tecnologías, con participación real de la sociedad civil y los
potenciales afectados, antes de que lleguen a los mercados. Tecnologías
extremadamente peligrosas y con alto potencial bélico, como la geoingeniería,
deben ser prohibidas.
En lugar de esta “economía verde”, lo que necesitamos es justicia social y ambiental.
En todo el mundo los movimientos sociales tienen diversidad de propuestas para
ello. Y además de propuestas, contundentes realidades, como que la producción
campesina e indígena da de comer a la mayoría del planeta y ya está “enfriando”
el planeta.
Silvia Ribeiro es miembro del Grupo ETC